Un año más, y por octava vez desde la fundación de nuestra asociación, nos disponemos a celebrar el aniversario de la proclamación de la Segunda República Española. Transcurridos ya 81 años desde aquel 14 de abril de 1931, podemos recordar aquel momento con mayor perspectiva, valorando en su justa medida lo que significó para nuestro país.
La Segunda República fue, en palabras de la escritora granadina Antonina Rodrigo, “el hecho cívico más importante de la historia de España”. La sociedad española de entonces, espoleada por las consecuencias del crack de 1929 y por el agotamiento de la Monarquía alfonsina, se arriesgó a emprender una apuesta colectiva por la democracia, instaurando el Estado Social de Derecho en medio de la algarabía y el fervor populares.
Los ciudadanos que protagonizaron aquellos hechos, los que derrocaron al rey tras unas elecciones municipales aparentemente nimias, los que tomaron nuestras calles enarbolando la bandera tricolor, consiguieron hacer valer la razón sobre la fuerza, conquistando la política para el pueblo. La alianza entre los partidos republicanos y el movimiento obrero, heredera de las grandes gestas de Riego, Pi y Margall o Pablo Iglesias, conformó una vanguardia democrática que supo aunar las inquietudes y esperanzas de la ciudadanía trabajadora, ignorada y reprimida por las élites de la Restauración.
El nuevo régimen, encabezado por las principales figuras del liberalismo progresista y sostenido por la clase obrera, se dotó pronto de una Constitución avanzada, inspirada en los principios del constitucionalismo social de la época. La Constitución de 1931 otorgaba carta de naturaleza a la España real, instituyendo la exclusividad del Estado como gestor de la cosa pública, en respuesta a las tentaciones intervencionistas de la Iglesia, la Banca o el Ejército. La República democrática de trabajadores de toda clase pretendía ser el reflejo de la voluntad popular y, por ello, el único poder legitimado para decidir sobre aquellas cuestiones que afectasen al interés general de la población.
La experiencia republicana consiguió, en apenas dos años y medio (los correspondientes al bienio social-azañista y al período del Frente Popular), remover los cimientos del país, llevando a cabo un proyecto de sociedad laica, progresista e igualitaria, fundamentado en la defensa y el amparo de los derechos de las mayorías, frente a la ferocidad de las minorías dominantes, acostumbradas durante siglos al expolio y al sometimiento de sus compatriotas.
La República del 14 de abril puso en marcha, en un tiempo récord, una serie de medidas que pretendían superar el atraso histórico español: una legislación protectora de los trabajadores, la aprobación del sufragio femenino, la racionalización de las Fuerzas Armadas, el impulso de la escuela pública, el fomento de la alfabetización, el coto a la impunidad religiosa, la reforma agraria… Se trataba, en suma, de levantar un Estado moderno, solidario, secularizado, acorde con los cambios políticos que operaban entonces en el mundo.
La contraofensiva de la vieja oligarquía monárquica no se hizo esperar. La República niña se encontró pronto con la férrea oposición de los sectores más conservadores de la sociedad española, los cuales no dudaron en utilizar todos los medios a su alcance para desestabilizarla. La Iglesia Católica demonizaba la nueva situación desde sus púlpitos, mientras la oficialidad reaccionaria alimentaba el clima golpista en los cuarteles y salas de banderas. En las zonas rurales, los caciques amedrentaban al campesinado, convirtiendo la reforma agraria en un papel mojado que no podía satisfacer sus impacientes demandas. En la trastienda, los capitanes de industria financiaban la conspiración, a la par que nacían partidos de extrema derecha, alentados por el nazismo alemán o el fascismo italiano.
El golpe de Estado del 18 de julio de 1936 supuso el principio del fin de la Segunda República, obligada a defender en los campos de batalla la posibilidad misma de la democracia. Abandonada a su suerte por las potencias liberales, resistió todavía tres largos años, auxiliada por México y la Unión Soviética, respaldada por un pueblo tenaz y heroico.
La noche triste del franquismo clausuró el paréntesis republicano, sumiendo a los españoles en una pesadilla de la que todavía hoy no logramos despertarnos. La memoria de la República, y de sus partidarios, fue condenada a la más vil tergiversación, cuando no al puro y simple olvido. Aquellos titanes democráticos, aquellos hombres y mujeres que se atrevieron a asaltar los cielos, unos muertos, otros presos, algunos exiliados, los más forzados a convivir con la humillación y la represión, desaparecieron de los anales de la historia oficial.
Cuando murió el dictador, España era ya un erial del pensamiento, un territorio yermo y seco para la razón, listo para pactos y cambalaches, preparado para inaugurar una Monarquía de origen franquista, presto para la democracia de mercado, inhabilitado para la República. Había llegado la hora de la Transición, ese relato mítico y falsificado del que tanto nos ha enseñado últimamente el profesor Juan Carlos Monedero.
Ahora, cuando nos imponen ajustes y recortes, cuando aniquilan los restos del Estado del Bienestar, cuando la corrupción salpica los regios salones de La Zarzuela, nosotros, ciudadanos y ciudadanas, reclamamos la necesidad de la Tercera República para España. La Monarquía juancarlista no está sabiendo responder a los desafíos del presente, por lo que consideramos urgente articular un marco de convivencia republicano federal donde quepamos todos los españoles, la mejor solución posible para salir del pozo de la crisis.
Hoy, recordamos el 14 de abril como referente ineludible en la lucha por la democracia que está por venir.
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