6 de agosto de 2012

Efectos colaterales de las revoluciones árabes

Artículo de Santiago Alba Rico



Dos acontecimientos marcaron, al final de la segunda guerra mundial, el destino del mundo árabe en el avispero geopolítico internacional del siglo XX. El primero tiene que ver, naturalmente, con el petróleo. El 14 de febrero de 1945, el presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt y el rey Abdelaziz ibn Saud, fundador del actual Estado de Arabia Saudí, firmaron el llamado pacto del Quincey, por el nombre del crucero militar donde se celebraron las conversaciones que llevaron a un acuerdo energético, aún vigente, en virtud del cual se garantizaba a EEUU el acceso privilegiado al combustible fósil del Golfo Pérsico. A cambio, la potencia estadounidense permitió a Arabia Saudí utilizar esta formidable fuente de riqueza para difundir en toda la región, no el bienestar social y el desarrollo económico sino la versión más reaccionaria, violenta y puritana del islam sunní. El wahabismo, doctrina fundada por Mohamed Abdel Wahab a mediados del siglo XVIII y que hasta entonces sólo había merecido el desprecio y la condena del mundo musulmán, se convirtió poco a poco, tras el pacto del Quincey, en una especie de “nueva ortodoxia” o al menos de visión integrada, respetable y atractiva del islam. El petróleo, que no ha dejado más que miseria y guerras en la zona, abortó además la renovación ilustrada y progresista del pensamiento musulmán (vinculada al movimiento Nahda de las primeras décadas del siglo) para imponer o alimentar las formas de organización e interpretación más retrógradas y antidemocráticas [1] .

El segundo acontecimiento es la fundación en Palestina del Estado de Israel. En 1948, en efecto, mientras el colonialismo retrocedía en todo el mundo como resultado del empuje de los pueblos y de la refundación de las Naciones Unidas al servicio de un nuevo orden internacional, las potencias vencedoras de la segunda guerra mundial apoyaron un anacrónico proyecto colonial en Palestina cuyas consecuencias se prolongan hasta nuestros días. Tras seis guerras, miles de muertos y millones de desplazados, la ocupación sionista de Palestina se ha convertido en el mayor catalizador de solidaridad panárabe y de inestabilidad mundial.
Toda la política occidental en la zona ha girado en torno a la defensa de estos dos pilares: el petróleo del Golfo y el Estado colonialista de Israel. Frente al wahabismo petrolero y al sionismo israelí, en los años 50 y 60 surgieron en el mundo árabe proyectos soberanistas que impugnaban al mismo tiempo las divisiones geográficas heredadas de los acuerdos Sykes-Picot. De ambición panarabista, forjados en torno al naserismo egipcio y al baazismo sirio-iraquí, estos movimientos se sostuvieron al amparo de la guerra fría, minados por sus propias divisiones, las derrotas frente a Israel y el autoritarismo creciente de sus gobiernos. La derrota de la Unión Soviética en 1989 y el empuje del neoliberalismo acabaron por enterrar sus potencialidades socialistas dejando intacto su aparato dictatorial [2]. Para entonces, el apoyo de la CIA a los muyahidin afganos contra la URRS y la revolución anti-estadounidense en Irán, casi contemporáneos, habían renovado el impulso islamista de manera contradictoria, cambiando las fuerzas, pero no la relación entre ellas, en el tablero geopolítico regional. Mientras occidente jugaba al aprendiz de brujo sosteniendo los regímenes más reaccionarios en defensa de sus intereses, el anti-imperialismo se desplazaba irremediablemente desde la izquierda panarabista a la derecha panislamista. La infame invasión de Iraq por EEUU completó paradójicamente este cuadro, entregando un país destruido y dividido al enemigo iraní.
Atrapados en su propia importancia abstracta como piezas de ajedrez, los pueblos árabes fueron sometidos a las necesidades de un paradójico equilibrio siempre acompañado de matanzas, guerras, invasiones y pobreza, plagas encerradas en el cepo de feroces dictaduras congeladas en el tiempo. Si en algo coincidían por igual occidentales, islamistas y nacionalistas era en el desprecio por la democracia y el Estado de Derecho, incompatibles con la “lucha anti-terrorista” y con la “lucha anti-imperialista”. La tortura, la represión, el amordazamiento de la libertad de expresión, junto a la corrupción y el abuso de poder, eran funciones indispensables del mantenimiento del statu quo. Esa era la situación que describía el famoso informe encargado en abril de 2005 por el PNUD a un grupo de intelectuales árabes: “De acuerdo con los estándares del siglo XXI, los países árabes no han resuelto las aspiraciones de desarrollo del pueblo árabe, la seguridad y la liberación, a pesar de las diversidades entre un país y otro a este respecto. De hecho, hay un consenso casi completo en torno a la existencia de graves carencias en el mundo árabe, y la convicción de que éstas se sitúan específicamente en la esfera política”. El informe hablaba de un “agujero negro” y de la inminencia de “una explosión social” y con firme delicadeza responsabilizaba a Israel y EEUU de “obstaculizar el camino hacia la democracia” [3] .

En estas condiciones, si hay un lugar del mundo donde el solo reclamo de democracia resulta en sí mismo subversivo, es el mundo árabe. Por eso las revueltas y revoluciones contagiadas desde Túnez al norte de Africa y Oriente Próximo han puesto en dificultad a todos los actores en la zona, amenazando este “equilibrio” agónico de décadas y revelando -y despertando- nuevas relaciones de fuerzas, más fluidas y volátiles, que de alguna manera hacen ya inviable el orden surgido de la segunda guerra mundial y de la posterior derrota de la URRS. Frente a esta reivindicación de democracia y dignidad, tan desestabilizadoras, la tentación es la de aplicar esquemas de análisis e intervención propias de la guerra fría; frente a esta reivindicación de democracia y dignidad -a destiempo y en el lugar equivocado- el riesgo evocado por todos los actores es la catástrofe global. En este sentido, Siria se ha convertido en el lugar metonímico de una doble batalla, regional y mundial, que amenaza con corromper el impulso ecuménico original de la “primavera árabe” en favor de un conflicto civil sectario de incalculables consecuencias. Todas las fuerzas exteriores, tanto las que apoyan como las que condenan el régimen de Assad, están contribuyendo en esta dirección. La víctima, una vez más, serán los pueblos árabes y su legítimo deseo de libertad, democracia y justicia social.

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